EL BAÚL
Edición electrónica
miércoles, 11 de febrero de 2009
EL AROMA DE TORTILLA
El prestigioso escritor extremeño Marciano de Hervás, especializado en el área de investigación en la historia y la cultura del pueblo judío extremeño, ha tenido la gentileza de enviarnos para nuestro blog un interesante relato con una particular visión sobre el concepto de solidaridad.
Agradecemos a Marciano su regalo y lo publicamos a continuación esperando que resulte de vuestro agrado.


El aroma de tortilla
De Marciano de Hervás


–Una moneda, por caridad.
Era un mendigo quien me solicitaba ayuda. Su mirada tenía la ternura de un oso hambriento.
Estaba apostado en la esquina de la plaza Mayor. Al lado del bar de tapas «Las Flores». Yo le miré perplejo, un tanto enojado, como lo haría cualquier persona a la que no le gusta que le rompan su rutina diaria con novedades intempestivas. Y menos si se trata de un pobre mendigo, por mucha ternura que tuviese en su mirada. Había visto mendigos en la puerta de la iglesia y en la de la ermita, pero en el centro del pueblo, jamás. Me alargó la mano, labrada de callosidades y surcos, huesuda como dátiles, endurecida por la escarcha de los fríos. Yo llevaba en el bolsillo una moneda de cincuenta céntimos. Eran mis reservas para afrontar el resto del día. Dudé en dársela. No creo que me arruinase el paño de la economía más de lo que ya la tenía, pues estaba en paro. Y al mendigo quizá le sacase de pobre por una mañana. En estas dudas y perplejidades andaba cuando el reconfortante aroma de una tortilla de patatas despertó en mí un recuerdo adormecido en la cazuela de la memoria.

Me acaeció en 1950. A mucha gente quizás les suene a los tiempos del rey Carolo. O de Maricastaña. Pero fue una historia verídica. Negarlo sería como negar la existencia de Internet. Yo ayudaba en casa en lo que podía. No tenía estudios. Trabajaba de porquero. Cuidaba los cochinos del pueblo. Hablo de los señores. De los cochinos de los señores. De los cochinos cuyos propietarios eran los señores. Pero también cuidaba de los otros cochinos que no eran propiedad de los señores. No todos los cochinos del pueblo eran iguales para mi. Ni les daba el mismo trato. Para mi había diferencia de cochinos, y no porque unos estuvieran mas cebados, o acarreasen mejores perniles que otros. Nada de eso. Las diferencias porcinas lo establecía la paga de sus propietarios. Los señores me pagaban a toca teja porque tenían mucho dinero. Más que lechones. Pero los que no eran señores y tenían más lechones que dinero casi siempre me remoloneaban la paga solicitándome que se lo anotara en la cartilla de los fiados. Muchos luego ni me pagaban.
En fin, como pasaba toda la hambre que quería, y más, y no tenía vida de futuro planeé largarme del pueblo. Había oído decir a un jornalero en los soportales de la plaza Mayor que en Asturias sobraba trabajo. Estaba lejos de casa. Creo que por arriba de Salamanca. Pasando las minas de Ponferrada. Hablé con el señor Pascual. No quería que me fuera pero yo tenía tan claro mi partida como los cristales del Tormes. Como era menor de dieciocho, le dije que a cambio del dinero que me debía por lo de los lechones me firmara un papel de su letra diciendo que tenía los dieciocho recién cumplidos. Por si me detenía el número de la Guardia Civil.
Me marché del pueblo por noviembre. Sin más avíos que unos botines, una chaquetilla de pana que abrigaba lo suyo y una servilleta de cuadros con un poco de pan y tocino que me dio el señor Pascual para el viaje. Era lo único que tenía para compartir conmigo. Me fui andando a primera hora de la mañana desde el pueblo hasta la estación de La Maya. Tardé casi medio día en llegar. Allí cogí el primer tren de viajeros que subía para Salamanca. Como no tenía una perra, me escondí en los lavabos. Pero me pilló el revisor. En Sieteiglesias del Tormes me echó del tren.
–Y da gracias que no avise a la pareja de la guardia civil –me amenazó.
Andando por la vía, para no perderme, llegué a la siguiente estación. Allí cogí el tren de por la tarde. Avisado de mi mala experiencia, me cuidé de que no me viera el revisor. Pero me vio. ¡Maldita mi suerte! Antes de cogerme tuvo que dar muchas vueltas por el tren. Yo me lo tomé como el juego de guardias y ladrones. Me dio tiempo a ver cómo eran los vagones por dentro. Todo de madera, negro como el hollín. Había más gente que en el mercado del pueblo. Plagado de maletas de cartón en los estantes. Y muchos fardos apilados en el suelo. Con el traqueteo del tren los cuerpos de los viajeros bailaban como en la verbena de la virgen de agosto. En uno de estos traqueteos, una maleta cayó del estante y casi desnucó a un mozo. Cuando me pilló el revisor ya había pasado otra estación.
Comí un poco de pan y tocino. Dormí la noche en un pajar cerca del apeadero. La fresca ubre de una vaca me dio de desayunar. Al día siguiente cogí el tren de la mañana. Me pasé el viaje vigilando de lejos al revisor. Así llegué a Salamanca. Dos días tardé en hacer un viaje que se cubría en menos de una hora. Era por diciembre. Helaba en la estación. Y el hambrunar arreciaba en mi tripa huérfana de alimento porque se me había acabado el tocino. La servilleta de cuadro la llevaba al cuello, de bufanda. De vez en cuando la olía, para engañar a las narices.
En la estación me crucé con un chucho famélico. Estaba en los puros huesos, como yo. ¿O se trataba de mi famélica figura reflejada en el vidrio de la puerta de entrada? En la estación charra había una familia campesina. Esperaba un tren de viajeros para la capital. Algún día iría a Madrid. Pero ahora tenía que ajustar cuentas con el guitarreo del hambrunar. No sabía como templarlo.
La familia charra preparó los avíos para comer. La madre sacó de las alforjas una servilleta verde de cuadros rojos con varios nudos en las esquinas, como las que llevaban los niños de los señoritos en las cestillas cuando iban de merienda al campo con sus padres en la fiesta de san Juan. La servilleta verde envolvía un pan fresco de tres libras armado con una olorosa tortilla de patatas de canchúa como una sandía, o quizá era de delgada como el papel de periódico pero yo la veía regordeta por las figuraciones de mi hambre de Gargantúa.
El padre charro sacó la navaja y partió el pan y la tortilla en cachos. Llamó a sus cuatro criaturas que andaban calentándose en un cubo de metal con brasas que había en el centro de la estación. Yo miraba a la tortilla propinándola mordiscones con los dientes de los ojos. A lo menos ya le había descargado tres bocados en mi imaginación. Pero no había manera de templar gaitas. Era aire lo que digería en la noria de la tripa.
El padre charro me dijo si me rascaba la tripa.
–¿Arrascarme? –dije–. Las tengo fusiladas.
El padre charro se rió por mi descabellada ocurrencia. A su mujer no le hizo gracia lo del fusilamiento. Por la guerra que aún estaba fresca en la memoria y que todos querían olvidar.
–Donde comen seis comen siete –dijo el padre charro dándome un cacho de pan con una miaja de tortilla de patatas.
Yo comí como pajarito. Picoteaba el pan miga a miga para que se alargara aquel suculento banquete de bodas. Aquella miaja de tortilla me engañó la rumia del hambrunar durante el resto del día. Y parte de la mañana del día siguiente. Como era ahorrativo por naturaleza tuve la precaución de alojar algunas migas en la despensa de las muelas. Cuando arreciaba el amargor de la hambruna las saboreaba en el mantel de mis soledades.
La familia charra desapareció de mi vista, como los recuerdos perdidos que afloraban a la memoria envueltos en el aroma de la tortilla de patata. Pero no era el aroma de la tortilla de patatas lo que saboreaba en mis recuerdos adormecidos, sino la solidaridad de aquel campesino charro al compartir conmigo su tortilla de patatas. La misma solidaridad que aquel pobre mendigo con mirada de osezno de la plaza Mayor esperaba de mi.
¿Sería capaz de compartir mi moneda de cincuenta céntimos con el mendigo?

Para conocer algo más sobre el autor del relato podéis consultar el siguiente enlace

http://www.imaginason.com/estudiosjudaicos/autor.htm

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